Aquella estaba resultando una noche tediosamente larga, pensaba apoyado sobre la balaustrada de piedra, contemplando las calmosas aguas del Sena, sin perder de vista el horizonte, del que surgiría el astro solar, aquel que me obligaría a regresar a mi resguardo diurno, una noche más.
Acababa de alimentarme, de un par de insulsas prostitutas en el sudeste de la ciudad, apenas se resistieron, a penas forcejearon, se rindieron ante la irremediable muerte, lo cual resultaba tan aburrido... ¿qué había sido de la caza? De la auténtica caza.
Regresaron a mi memoria multitud de recuerdos, de cuando en compañía de mi creadora había arrasado pequeñas villas, por completo, en una sola noche. Medio centenar de insípidos pueblerinos reducidos a huesos y pellejo, a humo, a fuego, sólo por diversión. Cómo corrían los condenados, cómo luchaban, cómo se resistían, había honor en aquel combate a muerte, aunque el resultado siempre fuese el mismo, su burbujeante sangre recorriendo veloz mi garganta, templándola, devolviéndola a la vida bajo los vivaces latidos de los corazones desbocados resistiéndose hasta el final.
Ella era así, Marie, mi creadora, una bellísima bestia desbocada siempre ansiosa de más y más sangre, y así me había enseñado que debía ser. Fui su pupilo, su amante, su protegido, durante demasiado tiempo. Pero después de trescientos años junto a la pequeña depredadora me di cuenta de que en realidad estaba vertiendo en ellos, en aquellos cadáveres sin nombre, sin rostro, el rencor que sentía hacia la propia Marie, por haberme convertido en lo que ahora era, contra mi voluntad, una aciaga noche, quinientos siglos atrás.
Por un instante dudé si dirigirme al pequeño boulevard Chanson de Minuit, a la espalda de Montmatre, dispuesto a jugarme varios francos a las cartas, un placer que aún conservaba de mi vida humana. Aunque entonces las satisfacciones eran bien distintas, ahora me deleitaba con las frágiles y volubles emociones humanas, el ansia, la avaricia y el egoísmo que les llevaba a ofrecerme incluso a sus esposas por continuar la partida. Pero yo prefería devorarlos a ellos, eliminando así una parte de la escoria de la ciudad, realizando quizá un particular bien social, y también porque un día también yo tuve una mujer, de la que nada ni nadie me habría separado, jamás.
Envuelto en semejantes cavilaciones me hallaba, dispuesto a abandonar el mirador, cuando distinguí en la distancia a una muchacha que caminaba hacia el río. Completamente sola, era una joven de no más de veinte años, con el cabello del color de las avellanas maduras, gracias a mi privilegiada visión podía divisarla con total claridad. En sus mejillas brillaba el rubor de la candidez, y aunque sus ropas eran humildes no desmerecían su impresionante belleza en absoluto.
Notre Dame hacía rato que había anunciado que pasaban las cuatro de la mañana y sin duda no se trataba de una de las muchas meretrices que recorrían la ciudad a tales horas, ¿Entonces? ¿Quién era aquella joven que se dirigía directa al río? La observé, la muchacha se detuvo en escollera, en el muro a la orilla del río, miró a ambos lados, y decidida saltó a las frías aguas del Sena.
Una suicida, acababa de contemplar cómo una joven suicida se lanzaba al río.
Sentí algo dentro, en mi interior, como si mis entrañas se rasgasen cual ajada tela, por la mitad, violentamente, como si... como si aún estuviese vivo, como si el hecho de que aquella joven desconocida tratase de quitarse la vida debiese importarme lo más mínimo.
Me convencí de que era la pérdida de una sangre tan deliciosa como debía ser la de aquella muchacha la que me había provocado semejante sensación. Entonces la oí chapotear, en el agua, levemente, realmente estaba decidida a morir. Y nadie, absolutamente nadie mas que yo la había visto arrojarse a las aguas.
Un impulso irrefrenable me obligó a saltar desde el puente, a nadar hasta ella y rescatarla cuando apenas un último aliento de vida escapaba de sus labios, casi inconsciente. La tomé en brazos y de un grácil salto abandonamos el agua.
Cuando abrió los ojos, unos inmensos ojos azules, sentí como si sus pupilas me atravesasen por completo, de lado a lado, tomando entonces conciencia de lo que había hecho. Mis ropas estaban mojadas, como lo estaban las de ella, completamente adheridas a su pálida piel. Ella que me observaba entre angustiada y sorprendida, por mi actitud, por mi rapidez, por cómo la había sacado del agua, temblando como un pajarillo asustado en la orilla. La dejé en el suelo, dispuesto a marcharme, a alejarme de ella y las extrañas sensaciones que había despertado en mi. Pero la joven me agarró la mano, con energía.
- ¿Quién eres? – preguntó con la voz ahogada.
- Adam, me llamo Adam Benoit – respondí, ciertamente desconcertado de porqué lo hacía, porque no desaparecía, sin más.
- Yo me llamo Béatrice, Béatrice Renoir. Gracias, Adam Benoit, por salvarme – dijo, sin soltar mi mano, asiéndola con energía.
- Ninguna mujer joven debería suicidarse, es un desperdicio – respondí, recapacitando después sobre lo poco común de mis palabras, no estaba acostumbrado a conversar con humanos, usualmente digería su fluido vital antes de que abriesen la boca para gritar, siquiera.
- Ahora que he visto a la muerte, sé que no quiero morir – confesó-. Gracias de nuevo –dijo llevando mi mano hasta sus labios que lentamente recuperaban su habitual cálida temperatura y la besó.
Entonces me marché corriendo, dejándola allí, en el suelo, a orillas del Sena, alejándome de su extraña influencia, de su cálida voz, de aquel beso ardiente que me abrasaba la mano. De un salto subí al tejado más próximo, espiándola desde las alturas, cómo lentamente se incorporaba, cómo parecía buscarme un instante, para retomar el camino a casa después. Comprobando que no volvía a repetir su tentativa suicida, aliviado. ¿Aliviado? ¿Aliviado porqué Adam? me pregunté. Deberías haberla mordido, haber bebido de su sangre, ¿acaso no pretendía ella acabar con su vida? Hubieses cumplido su voluntad al fin y al cabo.
¿Y por qué me quemaba en la mano su beso, como me quemaban en las pupilas sus inmensos ojos azules? ¿Por qué? La respuesta llegó hasta mí como una daga envenenada, abriendo mis entrañas por la mitad.
Ya sabía por qué, Béatrice, había dicho que se llamaba la muchacha, su rostro redondeado, su cabello caracoleado, sus labios finos y delineados, sus hermosas facciones la hacían asemejarse demasiado a Susanne, mi esposa.